
Hace unos días comenzaste a caminar. Para mí, como papá, fue una de las experiencias más maravillosas que me han sucedido en la vida. El hecho de estar presente en ese momento —en el que por primera vez te soltaste, tambaleaste y, al sentirte seguro, gritaste de alegría— es uno de los recuerdos que por siempre atesoraré en mi corazón.
¿Qué decirte, mi pequeño hijo, cuando para la mayoría de la gente el andar se ha vuelto algo tan cotidiano que ya ni siquiera se piensa? ¿A dónde me están llevando mis pasos? ¿Qué podría enseñarte yo, si con cada movimiento de tu pie, colocándose lo más firme posible sobre el piso, me acabas de mostrar cómo debería ser el andar del hombre en esta vida? ¿Cómo volver a verte igual, después de tanto esfuerzo y tan enormes pasos que has dado?
No has hecho más que interpelarme, hijo. No has hecho más que poner mi vida delante de mí y cuestionarme: ¿han sido realmente mis pasos tan seguros como para llevarme por donde siempre debí de haber ido? Te confieso que no. El hombre que ahora te carga —y que siempre lo hará, no importando la edad que tengas—, el que ahora sostiene tu mano ante tus pasos temerosos, el que celebra y siempre celebrará tus logros, el que te levanta —y te levantará— con amor de tus caídas… este hombre al que llamas papá, no siempre ha tenido en su vida la firmeza de los pasos que ahora tú tienes. Porque muchas veces me dejé llevar por la soberbia, por la vanidad, por la ilusión de creer que sabía lo que hacía, que sabía decidir, que nadie me podía enseñar a caminar mejor que yo mismo. Pero ¿sabes? No fue así.
Muchas veces mis pasos me llevaron por caminos que nunca debí haber tomado. Y con esto no quiero decir que no fue bueno haber recorrido aquellas sendas. Claro que sí, porque los dolores causados por aquellos encuentros me dejaron una gran enseñanza, no sin antes haber acrisolado mi vida con el dolor. Pero ahora sé que me faltó escuchar las voces de quienes me decían: «por ahí no». Como decía mi madre: “Nadie experimenta en cabeza ajena.” Y ahora que me he vuelto padre, entiendo por completo esas palabras.
Por eso, quiero ahora decirte: ojalá que nunca pierdas ese andar seguro, esa firmeza de tus plantas sobre el suelo. Te dirán que eres un ser capaz por ti mismo, y es cierto. Nunca dudes de que puedes lograr lo que te propongas. Pero también, jamás te sueltes de la mano de la gente que te ama y ahora sostiene tu paso firme pero tambaleante. Porque siempre necesitamos de los demás para no caer… o para levantarnos.
Nunca dejes de escuchar. Nunca dejes de percibir. Nunca dejes de celebrar tus logros, porque, por pequeños que parezcan, a mí me interpelan. Me ponen delante de mi propia vida, y, como hoy, me hacen valorar a la gente que alguna vez —como yo ahora contigo— celebró mis primeros pasos y me levantó de mis primeras caídas.
Llegado a este punto, pienso en Martin Heidegger. El filósofo alemán reflexionó sobre el «camino» (der Weg) como una figura central. Nos presenta el camino como «senderos que se bifurcan» (Holzwege). Heidegger comparó la filosofía con los caminos del bosque: senderos que parecen no llevar a ningún lado, pero que revelan el ser si uno sabe andarlos. Y eso es, precisamente, lo que todo hombre está llamado a hacer. El andar del hombre está relacionado con su proyecto existencial, con la forma en que cada ser humano se lanza hacia su propio ser en el mundo (Dasein) y va construyendo su sentido al avanzar, como si cada paso fuera un acto de comprensión.
Porque si, como decía Heidegger, «el lenguaje es la casa del ser; en su morada habita el hombre», entonces este habitar implica un andar, un estar en movimiento, un constante ponerse en camino. En este sentido, el caminar no es solo desplazarse, sino habitar el mundo desde una comprensión originaria, consciente del ser. Y cuando el hombre es consciente de lo que es, siempre sabrá dirigir sus pasos hacia lo que lo haga mejor ser humano.
Por eso ahora te digo: camina, camina. Nunca dejes de andar, nunca dejes de avanzar por esta vida. Pero sé siempre consciente de por dónde te llevan tus pasos. Nunca sigas por seguir: elige siempre tus senderos por convicción. Aprende de las piedras en el camino, de las cimas y las simas que encuentres en él. Y ante las bifurcaciones que se te presenten, decide siempre desde la razón y la sensación, nunca solas, siempre unidas. Créeme, te equivocarás menos, mi querido niño.
Algún día, este hombre que ahora te sostiene y te aprende, caminará con paso lento y tambaleante. Y entonces tú tendrás que sostener mi mano para dar seguridad a mis pasos. Serán mis últimos pasos por este maravilloso momento de mi existencia llamado vida. Solo te pido, desde ahora y para ese entonces, una cosa: tenme paciencia. Y si algo puedo enseñarte en ese preciso momento, vívelo también abierto, porque lo que yo ahora camino… tú también lo harás.
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